El beber es como el amor: el primer beso es mágico, el segundo íntimo, el tercero rutinario. Luego simplemente le quitas la ropa a la chica. Nicolás Chamfort.
Hace algunos días tuve la oportunidad de cenar en uno de los más señoreados restaurantes españoles, concretamente madrileño. Excuso mencionar el nombre, por otro lado innecesario, pues ya de por sí tiene suficiente fama sin necesidad de que yo aporte mi grano de arena. El caso es que disfrutamos de una inigualable comida típicamente española, centrada principalmente en dos de las tendencias más imaginativas y saludables de nuestra cocina tradicional: la vasca, con sus carnes y verduras, y la mediterránea, con sus pescados y arroces.
Naturalmente, cada uno de los comensales, de los seis que nos encontrábamos en la sala, se decidió por una de las dos alternativas. No era caso de mezclar sabores de fuerte personalidad en si mismos. Y fue fácil la decisión.
No sucedió así con los vinos. Costó Dios y ayuda tomar la decisión de cual de ellos sería el más adecuado. No era cuestión de poner sobre la mesa una excesiva variedad, tanto en tipos, como en estilos. Finalmente, pese al tópico de si tintos para carnes y verduras, y blancos para arroces y pescados, todos estuvimos de acuerdo en que un tinto que justificara la tradición de la Ribera del Duero, sería bien recibido por todos, comieran lo que comieran. Tal vez les convenció aquello que, confieso que no es mía la frase, “el mejor blanco es un tinto”.
No me duelen prendas admitir que determinados vinos blancos suelen ser, aunque para mí en otros momentos distintos al de la solemnidad de una buena comida, bien recibidos por el consumidor en general. Especialmente si este es del género femenino. De los rosados prefiero no opinar. No tengo juicio al respecto. De modo que como siempre me ha parecido que no son “ni chicha ni limoná”, o como decía el clásico, “ni es tu tío, ni es tu tía”, prefiero continuar como hasta ahora.
De manera que al calor, al olor y al sabor de aquella inigualable comida, como viene siendo habitual, se dieron los más variados temas de conversación. Pero uno de ellos, supongo que condicionado por las varias botellas que del inigualable ribera iban siendo consumidas, centró la mayor parte de la velada: ¿qué entendemos por beber? Alcoholes, se entiende.
Y la propuesta no era baladí. Desde hace algunos años estoy siguiendo y analizando la multitud de datos que vienen publicándose sobre los hábitos en el beber, de los españoles. También, como es natural, de otros europeos. En la casi totalidad de ellos se manifiesta una clara preocupación, yo diría que justificadísima, por el elevado número de bebedores que se van incorporando. Inquietud especial supone la facilidad y la corta edad de acceso de los jóvenes al alcohol.
Sin embargo, en la velada, yo traté de plantar una clara diferencia en el cómo, en el cuándo y en el dónde se producen estas situaciones, y las grandes diferencias que las envuelven. Especialmente en aquello que se amparan en las llamadas tradiciones.
Porque si bien es cierto que cualquier exceso, en cualquier cosa, y el beber no es una excepción, más bien un agravante, siempre será perjudicial, no es menos cierto que en ocasiones se mezcla, como decía el castizo, “los churros con las merinas”. Cuando al referirnos al beber tratamos de generalizar no estamos siendo justos. Existe, como antes apuntaba, maneras de beber y “maneras de beber”.
Dejaremos a un lado lo que de dramático pueda suponer el alcoholismo adquirido, convertido en enfermedad. Asunto por otro lado que se escapa a este pequeño análisis. Se trataba de diferenciar cuales son los hábitos de beber de, por ejemplo los europeos. Nada tiene que ver, pese a que, como en todo, siempre hay quien se excede, la forma tradicional de beber del español medio, o si lo preferimos de los europeos del sur, latinos del Mediterráneo, con los hábitos de los europeos del norte.
No hay que olvidar que no es casual el que seamos conocidos como el país de las tapas. Aunque más justo sería reconocer que en todo el arco mediterráneo, quizás con menor profusión, se da esta costumbre. Incluso al otro lado del Peñón. De modo que mientras que por estos lares nuestros lo habitual es que a cualquier copa de bebida alcohólica, partiendo desde la más simple de las cervezas, pasando por un vino, hasta llegar al más sofisticado de los cócteles, lo normal es que les acompañen un pequeño refrigerio, para compensar los efectos de la bebida y hacerla más “digerible”; en las tradiciones del norte de Europa, sin olvidarnos de las Islas Británicas, eso es algo insólito. Lo normal es que debas beber tu copa, como habitualmente se dice: “a pelo”.
Difícilmente encontrarás tras de una simple cerveza, o del más fuerte aguardiente, o del más cálido vodka, o del más “suave” agua de tierra, o de la refrescante pinta de cerveza, o de la inigualable Guinness, el complemento de alimento que pueda facilitarte su digestión. Admito que las diferencias climatológicas han sido un factor determinante a la hora de haber sido confeccionadas las bebidas más tradicionales de cada país. Pero no así los hábitos para su consumo. Y sin embargo, solemos generalizar continuamente sobre el consumo de bebidas alcohólicas sin tener en cuenta estas circunstancias.
Que en España se bebe, ¡cierto! Que debemos controlar nuestros hábitos para no perdernos en equivocas e, incluso, parciales y permisivas conclusiones, ¡sin duda!
Pero que en este mundo donde, dicen, todas las comparaciones son odiosas, también hemos de de ser suficientemente claros. No es, ni será nunca lo mismo cumplir con el rito de degustar un aperitivo, acompañado de un buen pincho de tortilla, o de morcilla de Burgos, o de una ración de calamares; que verter sobre tu estómago, a la misma hora y sin otro elemento que lo acompañe, un copazo de fuerte aguardiente. Por mucho que en ese momento te encuentres a 15 grados bajo cero.
Como nunca será igual el “regar”, razonablemente, una de nuestras copiosas comidas - la costumbre de la siesta tampoco es casual - con cualquiera de nuestros buenos caldos, convirtiéndose el acto en, casi, una religión; que acabar en cinco minutos con una exuberante y siempre deliciosa Guinness, para acompañar a un, también, siempre escaso Croque Monsieur, más conocido como sándwich de jamón y queso a la plancha. Les aseguro que, odiosa o no, las comparaciones aquí son imprescindibles.
Y eso, dejando al margen excepciones, que siempre las habrá, valorando en su justa medida la costumbre que existe en algunos países, especialmente fríos, de tomar en vacío y con cierta facilidad, y a cualquier hora del día, o de la noche, licores que para el común de los españoles serían imposibles de digerir. Pocas veces tomamos nuestros alcoholes a pelo y sin ningún motivo que lo justifique. Casi siempre tratamos de encontrarle una justificación y, comiendo algo, hacer de ello un momento entrañable, por encima del hecho de beber por beber.
Felipe Cantos, escritor.
Hace algunos días tuve la oportunidad de cenar en uno de los más señoreados restaurantes españoles, concretamente madrileño. Excuso mencionar el nombre, por otro lado innecesario, pues ya de por sí tiene suficiente fama sin necesidad de que yo aporte mi grano de arena. El caso es que disfrutamos de una inigualable comida típicamente española, centrada principalmente en dos de las tendencias más imaginativas y saludables de nuestra cocina tradicional: la vasca, con sus carnes y verduras, y la mediterránea, con sus pescados y arroces.
Naturalmente, cada uno de los comensales, de los seis que nos encontrábamos en la sala, se decidió por una de las dos alternativas. No era caso de mezclar sabores de fuerte personalidad en si mismos. Y fue fácil la decisión.
No sucedió así con los vinos. Costó Dios y ayuda tomar la decisión de cual de ellos sería el más adecuado. No era cuestión de poner sobre la mesa una excesiva variedad, tanto en tipos, como en estilos. Finalmente, pese al tópico de si tintos para carnes y verduras, y blancos para arroces y pescados, todos estuvimos de acuerdo en que un tinto que justificara la tradición de la Ribera del Duero, sería bien recibido por todos, comieran lo que comieran. Tal vez les convenció aquello que, confieso que no es mía la frase, “el mejor blanco es un tinto”.
No me duelen prendas admitir que determinados vinos blancos suelen ser, aunque para mí en otros momentos distintos al de la solemnidad de una buena comida, bien recibidos por el consumidor en general. Especialmente si este es del género femenino. De los rosados prefiero no opinar. No tengo juicio al respecto. De modo que como siempre me ha parecido que no son “ni chicha ni limoná”, o como decía el clásico, “ni es tu tío, ni es tu tía”, prefiero continuar como hasta ahora.
De manera que al calor, al olor y al sabor de aquella inigualable comida, como viene siendo habitual, se dieron los más variados temas de conversación. Pero uno de ellos, supongo que condicionado por las varias botellas que del inigualable ribera iban siendo consumidas, centró la mayor parte de la velada: ¿qué entendemos por beber? Alcoholes, se entiende.
Y la propuesta no era baladí. Desde hace algunos años estoy siguiendo y analizando la multitud de datos que vienen publicándose sobre los hábitos en el beber, de los españoles. También, como es natural, de otros europeos. En la casi totalidad de ellos se manifiesta una clara preocupación, yo diría que justificadísima, por el elevado número de bebedores que se van incorporando. Inquietud especial supone la facilidad y la corta edad de acceso de los jóvenes al alcohol.
Sin embargo, en la velada, yo traté de plantar una clara diferencia en el cómo, en el cuándo y en el dónde se producen estas situaciones, y las grandes diferencias que las envuelven. Especialmente en aquello que se amparan en las llamadas tradiciones.
Porque si bien es cierto que cualquier exceso, en cualquier cosa, y el beber no es una excepción, más bien un agravante, siempre será perjudicial, no es menos cierto que en ocasiones se mezcla, como decía el castizo, “los churros con las merinas”. Cuando al referirnos al beber tratamos de generalizar no estamos siendo justos. Existe, como antes apuntaba, maneras de beber y “maneras de beber”.
Dejaremos a un lado lo que de dramático pueda suponer el alcoholismo adquirido, convertido en enfermedad. Asunto por otro lado que se escapa a este pequeño análisis. Se trataba de diferenciar cuales son los hábitos de beber de, por ejemplo los europeos. Nada tiene que ver, pese a que, como en todo, siempre hay quien se excede, la forma tradicional de beber del español medio, o si lo preferimos de los europeos del sur, latinos del Mediterráneo, con los hábitos de los europeos del norte.
No hay que olvidar que no es casual el que seamos conocidos como el país de las tapas. Aunque más justo sería reconocer que en todo el arco mediterráneo, quizás con menor profusión, se da esta costumbre. Incluso al otro lado del Peñón. De modo que mientras que por estos lares nuestros lo habitual es que a cualquier copa de bebida alcohólica, partiendo desde la más simple de las cervezas, pasando por un vino, hasta llegar al más sofisticado de los cócteles, lo normal es que les acompañen un pequeño refrigerio, para compensar los efectos de la bebida y hacerla más “digerible”; en las tradiciones del norte de Europa, sin olvidarnos de las Islas Británicas, eso es algo insólito. Lo normal es que debas beber tu copa, como habitualmente se dice: “a pelo”.
Difícilmente encontrarás tras de una simple cerveza, o del más fuerte aguardiente, o del más cálido vodka, o del más “suave” agua de tierra, o de la refrescante pinta de cerveza, o de la inigualable Guinness, el complemento de alimento que pueda facilitarte su digestión. Admito que las diferencias climatológicas han sido un factor determinante a la hora de haber sido confeccionadas las bebidas más tradicionales de cada país. Pero no así los hábitos para su consumo. Y sin embargo, solemos generalizar continuamente sobre el consumo de bebidas alcohólicas sin tener en cuenta estas circunstancias.
Que en España se bebe, ¡cierto! Que debemos controlar nuestros hábitos para no perdernos en equivocas e, incluso, parciales y permisivas conclusiones, ¡sin duda!
Pero que en este mundo donde, dicen, todas las comparaciones son odiosas, también hemos de de ser suficientemente claros. No es, ni será nunca lo mismo cumplir con el rito de degustar un aperitivo, acompañado de un buen pincho de tortilla, o de morcilla de Burgos, o de una ración de calamares; que verter sobre tu estómago, a la misma hora y sin otro elemento que lo acompañe, un copazo de fuerte aguardiente. Por mucho que en ese momento te encuentres a 15 grados bajo cero.
Como nunca será igual el “regar”, razonablemente, una de nuestras copiosas comidas - la costumbre de la siesta tampoco es casual - con cualquiera de nuestros buenos caldos, convirtiéndose el acto en, casi, una religión; que acabar en cinco minutos con una exuberante y siempre deliciosa Guinness, para acompañar a un, también, siempre escaso Croque Monsieur, más conocido como sándwich de jamón y queso a la plancha. Les aseguro que, odiosa o no, las comparaciones aquí son imprescindibles.
Y eso, dejando al margen excepciones, que siempre las habrá, valorando en su justa medida la costumbre que existe en algunos países, especialmente fríos, de tomar en vacío y con cierta facilidad, y a cualquier hora del día, o de la noche, licores que para el común de los españoles serían imposibles de digerir. Pocas veces tomamos nuestros alcoholes a pelo y sin ningún motivo que lo justifique. Casi siempre tratamos de encontrarle una justificación y, comiendo algo, hacer de ello un momento entrañable, por encima del hecho de beber por beber.
Felipe Cantos, escritor.
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