Lo sé, lo sé. Admito que es una pesadez, casi un tópico legendario apelar a la sobada frase que da título a este pequeño texto. Pero a fuerza de ser sincero hemos de reconocer, cuanto menos yo he de hacerlo, que es una gran verdad. Todo profesional, y sin duda alguna aquel aficionado que ocupe su tiempo en coleccionar palabras y, después de darle forma, tratar de ofrecérselas a los demás agrupadas y seleccionadas en un orden con un mínimo sentido y mayor coherencia, habrá de admitir que no es tarea baladí. Ello, amén del consabido mensaje que se le supone al contenido de cualquier texto con alguna aspiración.
Con ello, yo no pretendo disuadir, Dios me libre y Alá me proteja, o viceversa, - en los tiempos que corren nunca se sabe que manto nos protegerá mejor - a aquellos que teniendo cierta debilidad por la letras, literaria se entiende, se pongan mano a la obra con la mayor de las ilusiones y, yo añadiría, con la paciencia de aquel santo que cita la Biblia. Job, creo que se llamaba. Pues es indudable que, además de poder buscarse la ruina en gastos de papelería y demás elementos tan necesarios como estimulante pero tan ardua tarea, puede terminar maldiciendo a todas las musas a las que pudieran haberte encomendado.
Y es que nuestras famosas y necesarias deidades no lo son todo en esta labor de cubrir negro sobre blanco para que tú, querido lector, puedas sacar algún provecho de lo que lees o, cuanto menos, no acabemos aburrido a las ovejas. Junto a ellas -las musas, no las ovejas- hay que colocar, además de la paciencia antes evocada, un duro y titánico trabajo de muchas horas, sin garantía alguna de éxito y no siempre bien recompensadas. Para el caso de que fuera necesaria la aclaración, yo diría que nuestras siempre juveniles y evanescentes doncellas suponen en la creación de un escritor algo así como el ¿cinco o diez por ciento? El resto, parodiando aquel político de la casi fenecida izquierda española, repetiría la palabra incesantemente. Se llama: trabajo, trabajo, trabajo. Estas bellas mozas célibes que no se casan con nadie más que circunstancialmente y sólo por un instante – no deseo discriminar, por lo que dejo la opción de que puedan ser mozos igualmente - previo mensaje a cualquiera de nuestros sentidos (vista, tacto, oído, gusto y olfato) se marcharán danzando al sonido de cualquier instrumento de cuerda o viento, la percusión no creo que las motive demasiado, y no regresaran hasta que hayas terminado, con el único objetivo de fiscalizar tu trabajo. Pero, como todo esfuerzo cuyo contenido principal se nutre del intelecto y se complementa con las sensaciones vividas, las experiencias que te rodean y las sensibilidades que te afectan, robadas a tu entorno y aportadas desde tu interior, permitiendo dar a los demás algo de ti mismo, finalmente obtendrás un resultado que por lo general suele ser la autocomplacencia. También lo sé. Soy perfectamente consciente de que para el profesional no es suficiente, pues en su plena dedicación al escribir busca, aunque no siempre con imparcial justicia, a la vista del resultado que se obtenga, otro tipo de recompensa que además de la autocomplacencia le aporte alguna que otra posibilidad de vivir con cierto decoro.
Pero si, nuevamente, hemos de ser sinceros, justo sería hacer partícipes a los demás de las prebendas que nuestra escritura nos pudiera reportar. Sea devolviendo parte de las emociones recibidas o, por qué no, en especias de curso legal. No en vano todo lo que se mueve, o se insinúa a nuestro alrededor en este mundo, es el incentivo y la materia prima de la que, con mayor o menor fortuna, nos nutrimos los escritores. Somos, mal que nos pese la comparación, los vampiros del medio en el que nos desenvolvemos habitualmente. Vampirizamos todo lo que nos rodea para poder obtener un texto mínimamente digno.
Cuestión aparte es el resultado de lo que escribimos, pues si se trata de una novela de ficción, igualmente, deberemos estar agradecidos a los personajes que pululan por las páginas, cada uno en su contexto. Estoy en condiciones de asegurar que, a menos que estemos trabajando sobre un texto rigurosamente histórico, técnico, jurídico o matemático, o en su defecto sobre un ensayo, la evolución y el desarrollo de la historia que escribas estará en manos de estos personajes a los que, equivocadamente, el escritor cree dominar. ¿Cuantas veces se nos mueren antes de preverlo, o se auto otorgan un protagonismo que no estaba previsto? Intentadlo, veréis lo que sucede.
Por cierto, ¿quién dijo miedo al folio en blanco? ¿Habéis observado que casi sin pretenderlo o, precisamente, mientras elevábamos nuestra queja al Supremo por las dificultades que supone llenar un folio en blanco hemos conseguido cumplir con ese requisito, casi milagroso? ¿Os puedo dar un consejo de amigos? Atreveos siempre que os surja la necesidad. Con o sin inspiración. Ellas, las musas, van por libre y, después de todo, tampoco se trata de ganar el Nóbel. Porque, lo creáis o no, lo que verdaderamente da miedo no es la falta de inspiración para crear un texto que nos permita comunicarnos con los demás, o con nosotros mismos. Lo que verdaderamente aterra es dejar ese folio en blanco, dando la sensación de que uno se encuentra vacío en su interior.
Hasta siempre,
Felipe Cantos, escritor.
Con ello, yo no pretendo disuadir, Dios me libre y Alá me proteja, o viceversa, - en los tiempos que corren nunca se sabe que manto nos protegerá mejor - a aquellos que teniendo cierta debilidad por la letras, literaria se entiende, se pongan mano a la obra con la mayor de las ilusiones y, yo añadiría, con la paciencia de aquel santo que cita la Biblia. Job, creo que se llamaba. Pues es indudable que, además de poder buscarse la ruina en gastos de papelería y demás elementos tan necesarios como estimulante pero tan ardua tarea, puede terminar maldiciendo a todas las musas a las que pudieran haberte encomendado.
Y es que nuestras famosas y necesarias deidades no lo son todo en esta labor de cubrir negro sobre blanco para que tú, querido lector, puedas sacar algún provecho de lo que lees o, cuanto menos, no acabemos aburrido a las ovejas. Junto a ellas -las musas, no las ovejas- hay que colocar, además de la paciencia antes evocada, un duro y titánico trabajo de muchas horas, sin garantía alguna de éxito y no siempre bien recompensadas. Para el caso de que fuera necesaria la aclaración, yo diría que nuestras siempre juveniles y evanescentes doncellas suponen en la creación de un escritor algo así como el ¿cinco o diez por ciento? El resto, parodiando aquel político de la casi fenecida izquierda española, repetiría la palabra incesantemente. Se llama: trabajo, trabajo, trabajo. Estas bellas mozas célibes que no se casan con nadie más que circunstancialmente y sólo por un instante – no deseo discriminar, por lo que dejo la opción de que puedan ser mozos igualmente - previo mensaje a cualquiera de nuestros sentidos (vista, tacto, oído, gusto y olfato) se marcharán danzando al sonido de cualquier instrumento de cuerda o viento, la percusión no creo que las motive demasiado, y no regresaran hasta que hayas terminado, con el único objetivo de fiscalizar tu trabajo. Pero, como todo esfuerzo cuyo contenido principal se nutre del intelecto y se complementa con las sensaciones vividas, las experiencias que te rodean y las sensibilidades que te afectan, robadas a tu entorno y aportadas desde tu interior, permitiendo dar a los demás algo de ti mismo, finalmente obtendrás un resultado que por lo general suele ser la autocomplacencia. También lo sé. Soy perfectamente consciente de que para el profesional no es suficiente, pues en su plena dedicación al escribir busca, aunque no siempre con imparcial justicia, a la vista del resultado que se obtenga, otro tipo de recompensa que además de la autocomplacencia le aporte alguna que otra posibilidad de vivir con cierto decoro.
Pero si, nuevamente, hemos de ser sinceros, justo sería hacer partícipes a los demás de las prebendas que nuestra escritura nos pudiera reportar. Sea devolviendo parte de las emociones recibidas o, por qué no, en especias de curso legal. No en vano todo lo que se mueve, o se insinúa a nuestro alrededor en este mundo, es el incentivo y la materia prima de la que, con mayor o menor fortuna, nos nutrimos los escritores. Somos, mal que nos pese la comparación, los vampiros del medio en el que nos desenvolvemos habitualmente. Vampirizamos todo lo que nos rodea para poder obtener un texto mínimamente digno.
Cuestión aparte es el resultado de lo que escribimos, pues si se trata de una novela de ficción, igualmente, deberemos estar agradecidos a los personajes que pululan por las páginas, cada uno en su contexto. Estoy en condiciones de asegurar que, a menos que estemos trabajando sobre un texto rigurosamente histórico, técnico, jurídico o matemático, o en su defecto sobre un ensayo, la evolución y el desarrollo de la historia que escribas estará en manos de estos personajes a los que, equivocadamente, el escritor cree dominar. ¿Cuantas veces se nos mueren antes de preverlo, o se auto otorgan un protagonismo que no estaba previsto? Intentadlo, veréis lo que sucede.
Por cierto, ¿quién dijo miedo al folio en blanco? ¿Habéis observado que casi sin pretenderlo o, precisamente, mientras elevábamos nuestra queja al Supremo por las dificultades que supone llenar un folio en blanco hemos conseguido cumplir con ese requisito, casi milagroso? ¿Os puedo dar un consejo de amigos? Atreveos siempre que os surja la necesidad. Con o sin inspiración. Ellas, las musas, van por libre y, después de todo, tampoco se trata de ganar el Nóbel. Porque, lo creáis o no, lo que verdaderamente da miedo no es la falta de inspiración para crear un texto que nos permita comunicarnos con los demás, o con nosotros mismos. Lo que verdaderamente aterra es dejar ese folio en blanco, dando la sensación de que uno se encuentra vacío en su interior.
Hasta siempre,
Felipe Cantos, escritor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario