Hace días tuve la terrible sensación de haber perdido la mayor parte de mi vida. ¿O quizás todo lo contrario? No, no vayan a creer que me estoy quedando con ustedes. En todo caso, lo que estoy es un poco desconcertado. Verán, siempre creí, durante cuarenta años, ¡o más!, vamos, desde que tengo uso de razón, que para conseguir llegar a ser un gran personaje, de esos que mandan y viven bien, a costa de todos los demás, claro, hacía falta, amén de unas “apreciables cualidades” humanas, muy por encima de las del común de los mortales, una imprescindible y sólida formación intelectual y académica e, inexcusablemente, una gran ambición en la que apoyar todo el resto de la estructura y poder trabajar lo que fuera necesario hasta conseguir llegar a la cima. Y, desde luego, carecer de la más elemental ingenuidad. Aunque no fuese más que por aquello de que los demás ambiciosos se tomaran en serio tu “candidatura”. Saber que estás, y que estás seria y decididamente dispuesto a dar la batalla, es imprescindible para ahuyentar adversarios. ¿O son enemigos?
He de confesarles que nunca he sentido la menor tentación de convertirme en uno de esos personajes, ¡qué peligro tienen!, que pretenden, por encima de cualquier otra cosa, convertirse en líderes y guías de todos nosotros. ¡Uff, qué horror! Bastante tengo con poder ser mi propio guía y, si me dejan, ayudar en lo posible el caminar de mis hijos.
Lo cierto es que ignoro si mi desinterés ha sido por falta de formación. Decididamente creo que no, pues sin llegar a ser un erudito, considero que me encuentro en condiciones de mantenerme con cierta dignidad entre los razonablemente aceptables. Pudiera ser que mis “cualidades humanas” no dieran para alcanzar grandes objetivos. Eso es muy probable, yo diría que seguro. Pero de lo que no tengo duda alguna es de mi escasa ambición por aparecer como un iluminado salvador del mundo.
Pero, miren por dónde, yo estaba absolutamente errado. La verdad no sé si alegrarme por ello, en su momento se verá. Pero, cuanto menos, si me ha provocado el deseo de tratar de analizarlo con ustedes, por aquello de si me pudieran echar una mano en mi desconcierto. Ahora resulta que para llegar a eso que llaman “arriba” es suficiente con tres sencillos “valores”, aparentemente al alcance de todos los mortales: Ser, simplemente, un “buen hombre” o, mejor aún, parecerlo. Exhibir una gran sonrisa. No vayan a creer que no es importante. Probablemente todo lo contrario: yo me atrevería a decir que es condición “sine qua non”. Aunque esta no sea ni la más atractiva, ni la más inteligente. Basta con que sea, digo, la más exhibida. Tampoco importa si es un poco bobalicona e, incluso, algo estúpida. Lo importante es que esté ahí, permanentemente. Les aseguro que no es fácil. Y por último, ser un fanático, un adicto a los cuentos clásicos de Perrault, de los Hermanos Grimm y, a mayor abundamiento por la riqueza de la prosa y, probablemente, por su calidad literaria, de Hans Christian Andersen.
Así que se me han derrumbado como un castillo de naipes todos los esquemas sobre los que durante años había construido mi filosofía de vida. Porque, díganme ustedes sino cómo debo sentirme al saber que yo siempre he cumplido y aún cumplo los tres requisitos. ¡Soy, el candidato perfecto!
Verán. En palabras de Machado “soy, en el buen sentido de la palabra, bueno”. Así mismo, si me lo propongo, tengo una sonrisa que para qué les voy a contar - como decía el clásico, “no se la salta un gitano” -. Y, para colmo, desde pequeñito lo que más me ha gustado es que me cuenten y, especialmente, contar cuentos infantiles. Los de Calleja son mi especialidad. Vamos que soy lo que vulgarmente se dice un cuentista.
De modo que, ahora que me encuentro frustrado y cabreado a tope, tengo que admitir mi torpeza por no haber decidido nunca presentarme a presidente de gobierno allí donde hubiera hecho falta. Fuera cualidades de estadista; fuera cualidades democráticas; fuera sentido de estado y de gobierno; fuera las dotes de organización y capacidad negociadora y un equilibrado sentido de la autoridad. En síntesis, fuera todo aquello que debería conformar la figura de un líder, con mayúsculas, y adelante con la simpleza, adelante con la falta de escrúpulos y el cambalache – bonito tango y qué actual, ¿verdad? -, adelante con la mínima formación y todo aquello que consigue diferenciar al más capaz del menos.
¿Para qué?, si todo lo que un “estadista a la moda” debe hacer es sonreír todo el día ante las cámaras de los reporteros, como si le hubiera dado un “aire”, mientras, en un mundo en plena ebullición y dificultades mil, él se dedica a repetir ante los foros internacionales los clásicos cuentos de Hadas y Dragones que, como tal, siempre terminaran bien.
Claro que tal vez, meditándolo bien, yo, salvo las “cualidades” antes descritas, todavía carezca de alguna otra que había pasado por alto, como es: un buen talante. Eso sí, para hacer con él lo que me venga en gana, que para eso es mío. No decididamente no creo que yo tenga las cualidades necesarias para alcanzar tan “alto honor”. A no ser que, tal vez, pueda equilibrar mis deficiencias, mejorando un poco mi dominio de la lengua de Shakespeare y logre decir algo más que “yes”, sin saber si me acaban de preguntar si mi dimisión, o mi divorcio están próximos.
He de confesarles que nunca he sentido la menor tentación de convertirme en uno de esos personajes, ¡qué peligro tienen!, que pretenden, por encima de cualquier otra cosa, convertirse en líderes y guías de todos nosotros. ¡Uff, qué horror! Bastante tengo con poder ser mi propio guía y, si me dejan, ayudar en lo posible el caminar de mis hijos.
Lo cierto es que ignoro si mi desinterés ha sido por falta de formación. Decididamente creo que no, pues sin llegar a ser un erudito, considero que me encuentro en condiciones de mantenerme con cierta dignidad entre los razonablemente aceptables. Pudiera ser que mis “cualidades humanas” no dieran para alcanzar grandes objetivos. Eso es muy probable, yo diría que seguro. Pero de lo que no tengo duda alguna es de mi escasa ambición por aparecer como un iluminado salvador del mundo.
Pero, miren por dónde, yo estaba absolutamente errado. La verdad no sé si alegrarme por ello, en su momento se verá. Pero, cuanto menos, si me ha provocado el deseo de tratar de analizarlo con ustedes, por aquello de si me pudieran echar una mano en mi desconcierto. Ahora resulta que para llegar a eso que llaman “arriba” es suficiente con tres sencillos “valores”, aparentemente al alcance de todos los mortales: Ser, simplemente, un “buen hombre” o, mejor aún, parecerlo. Exhibir una gran sonrisa. No vayan a creer que no es importante. Probablemente todo lo contrario: yo me atrevería a decir que es condición “sine qua non”. Aunque esta no sea ni la más atractiva, ni la más inteligente. Basta con que sea, digo, la más exhibida. Tampoco importa si es un poco bobalicona e, incluso, algo estúpida. Lo importante es que esté ahí, permanentemente. Les aseguro que no es fácil. Y por último, ser un fanático, un adicto a los cuentos clásicos de Perrault, de los Hermanos Grimm y, a mayor abundamiento por la riqueza de la prosa y, probablemente, por su calidad literaria, de Hans Christian Andersen.
Así que se me han derrumbado como un castillo de naipes todos los esquemas sobre los que durante años había construido mi filosofía de vida. Porque, díganme ustedes sino cómo debo sentirme al saber que yo siempre he cumplido y aún cumplo los tres requisitos. ¡Soy, el candidato perfecto!
Verán. En palabras de Machado “soy, en el buen sentido de la palabra, bueno”. Así mismo, si me lo propongo, tengo una sonrisa que para qué les voy a contar - como decía el clásico, “no se la salta un gitano” -. Y, para colmo, desde pequeñito lo que más me ha gustado es que me cuenten y, especialmente, contar cuentos infantiles. Los de Calleja son mi especialidad. Vamos que soy lo que vulgarmente se dice un cuentista.
De modo que, ahora que me encuentro frustrado y cabreado a tope, tengo que admitir mi torpeza por no haber decidido nunca presentarme a presidente de gobierno allí donde hubiera hecho falta. Fuera cualidades de estadista; fuera cualidades democráticas; fuera sentido de estado y de gobierno; fuera las dotes de organización y capacidad negociadora y un equilibrado sentido de la autoridad. En síntesis, fuera todo aquello que debería conformar la figura de un líder, con mayúsculas, y adelante con la simpleza, adelante con la falta de escrúpulos y el cambalache – bonito tango y qué actual, ¿verdad? -, adelante con la mínima formación y todo aquello que consigue diferenciar al más capaz del menos.
¿Para qué?, si todo lo que un “estadista a la moda” debe hacer es sonreír todo el día ante las cámaras de los reporteros, como si le hubiera dado un “aire”, mientras, en un mundo en plena ebullición y dificultades mil, él se dedica a repetir ante los foros internacionales los clásicos cuentos de Hadas y Dragones que, como tal, siempre terminaran bien.
Claro que tal vez, meditándolo bien, yo, salvo las “cualidades” antes descritas, todavía carezca de alguna otra que había pasado por alto, como es: un buen talante. Eso sí, para hacer con él lo que me venga en gana, que para eso es mío. No decididamente no creo que yo tenga las cualidades necesarias para alcanzar tan “alto honor”. A no ser que, tal vez, pueda equilibrar mis deficiencias, mejorando un poco mi dominio de la lengua de Shakespeare y logre decir algo más que “yes”, sin saber si me acaban de preguntar si mi dimisión, o mi divorcio están próximos.
Felipe Cantos, escritor.
Dedicado al ínclito José Luis Rodríguez Zapatero, el más mediocre y nefasto Presidente (por accidente) de Gobierno Español que jamás tuvo nación alguna.