Probablemente les resulte difícil de aceptar, pero les aseguro que es rigurosamente cierto. Me explico. ¿Quién no ha tenido en algún momento de su vida la sensación de que sería capaz de hablar o, cuando menos, escuchar los mensajes, directos o indirectos, emitidos desde alguna parte de su cuerpo? ¿Usted, no? Pues lo siento, pero se ha perdido uno de los momentos más divertidos de su vida, aunque se la estuviera jugando en aquel momento. Hay que escucharse, amigo mío.
A mí, les aseguro, me sucede con cierta frecuencia. No digamos ya si le he dado motivos a los riñones, con un trabajo excesivo; al estomago por aquello de pasarme con aquellos alimentos que llamamos irresistibles; a la cabeza, si nos dejamos llevar en las situaciones lúdicas, aportándole más alcohol del que puede digerir el ya de por si maltratado riñón; o a la musculación si nos excedemos en el ejercicio del deporte. Y así sucesivamente con cada una de las partes de nuestra anatomía, hasta llegar a la extenuación.
Pues bien, apenas recuperado de la anestesia que me fue suministrada para realizarme una sencilla operación de menisco (hay quien dice que aún bajo los efectos de ella, pero yo no le daría crédito), pude escuchar, sin que ellas lo supieran, los deliciosos lamentos que le hacía la flamante y conservadora rodilla derecha, recientemente operada, a su hermana gemela, y que yo me atrevería a calificar como:
Las cavilaciones de una rodilla maltratada.
“No lo vas a creer, hermana, pero te aseguro que desde que el petardo del jefe decidió tomarse en serio lo de ponerme en forma, el muy coñazo todo lo que ha conseguido es alternar mi vida de tal modo que ya no se si soy yo, o el apéndice”. Gesto de solidaridad de la rodilla izquierda, pese a su posición de progre ante la conservadora rodilla, que continuó con su monólogo. “Y no es que me disguste, no. Sé que su intención es buena. Para él, claro. Porque hay que reconocer que aunque yo le incordie un poco, pues la verdad es que soy un poco sádica y me encanta recordarle que ya no tenemos dieciocho años, él, erre que erre con su historia del deporte. Pero te aseguro que esta vez va listo. No pienso darle la oportunidad, después de que he tenido que mostrar todas mis vergüenzas ante algunos desconocidos de bata blanca. Eso sí, desconocidos ilustres, pero desconocidos al fin y al cabo. ¿Comprendes? El caso es que estoy hecha una piltrafa. Me falta el cartílago. O lo poco que de él queda es un tortuoso recorrido para suicidas que practiquen el “snob board”. Mi menisco ha quedado reducido al tamaño de una pequeña almendra. De los ligamentos, mejor no hablar. Durante años “este besugo” creía que yo tenía lianas como las que utiliza Tarzán en sus desplazamientos. ¡Ingenuo! Mi color interior, siempre de una saludable blancura, es hoy un perfecto hábito morado que para si quisieran los fervientes seguidores de Jesús el Nazareno. Claro que al menos ello me permitirá cumplir con dignidad las novenas que este energúmeno va a tener que dedicar a San Pitopato, para que la curación definitiva sea un éxito. Vamos lo dicho: una piltrafa. ¿Qué me ves como siempre? Gracias, gu…a…pa. Al grano, querida. Te aseguro que si de mi depende le voy a fastidiar tanto como él hace conmigo: en cuanto se descuide le aplico un pinchazo de no te menees”. Cara de resignación de la rodilla izquierda, por lo que a ella le pueda tocar cuando se produzca el gesto de dolor. La derecha a lo suyo. “Del exterior, mejor no hablar, ¿verdad? ¿Has observado ese color granate desvaído…? Sí. Gracias chica, eres una buena colega. Y… ¿qué tal se ve desde ahí? Mejor no comentarlo. Ya, claro. Bueno, la verdad es que a ti, desde aquí, tampoco se te ve mucho mejor. Vale, vale. Después de todo es muy probable que cuando menos te lo esperes, tú pases por este calvario. ¿Cómo? ¡Ah, no! De eso nada, guapa. De nada te va a servir esa gelatina de pollo que te están inyectando, por mucho que lo usen los de la nba. ¿A sí? ¿Me ves algo hinchada, eh? ¿No querrás decir con ello que estoy más gorda, verdad? ¿Acaso no sabes los efectos que provoca los medicamentos, rica? Pues te recuerdo que con tanta cresta de pollo es muy posible que te salgan espolones. ¡Je, je!”
Bien, lo crean o no, así transcurría aquella sorprendente conversación que, en vista de la deriva que iba tomando, decidí poner fin aplicando sendas bolsas de hielo. A la operada para que aquella hinchazón, que era cierta, se redujera. A la otra, para congelarle la palabra. No me parecía justo dejar a una de las dos en desventaja.
Un consejo: Háganme caso, por favor, y deténganse a escucharse de vez en cuando. Sobre todo cuando las partes de su cuerpo que les hablan sean el cerebro, a través de la intuición, y de manera especial a su corazón. Difícilmente estos les engañarán. Hasta pronto.
Felipe Cantos, escritor.
A mí, les aseguro, me sucede con cierta frecuencia. No digamos ya si le he dado motivos a los riñones, con un trabajo excesivo; al estomago por aquello de pasarme con aquellos alimentos que llamamos irresistibles; a la cabeza, si nos dejamos llevar en las situaciones lúdicas, aportándole más alcohol del que puede digerir el ya de por si maltratado riñón; o a la musculación si nos excedemos en el ejercicio del deporte. Y así sucesivamente con cada una de las partes de nuestra anatomía, hasta llegar a la extenuación.
Pues bien, apenas recuperado de la anestesia que me fue suministrada para realizarme una sencilla operación de menisco (hay quien dice que aún bajo los efectos de ella, pero yo no le daría crédito), pude escuchar, sin que ellas lo supieran, los deliciosos lamentos que le hacía la flamante y conservadora rodilla derecha, recientemente operada, a su hermana gemela, y que yo me atrevería a calificar como:
Las cavilaciones de una rodilla maltratada.
“No lo vas a creer, hermana, pero te aseguro que desde que el petardo del jefe decidió tomarse en serio lo de ponerme en forma, el muy coñazo todo lo que ha conseguido es alternar mi vida de tal modo que ya no se si soy yo, o el apéndice”. Gesto de solidaridad de la rodilla izquierda, pese a su posición de progre ante la conservadora rodilla, que continuó con su monólogo. “Y no es que me disguste, no. Sé que su intención es buena. Para él, claro. Porque hay que reconocer que aunque yo le incordie un poco, pues la verdad es que soy un poco sádica y me encanta recordarle que ya no tenemos dieciocho años, él, erre que erre con su historia del deporte. Pero te aseguro que esta vez va listo. No pienso darle la oportunidad, después de que he tenido que mostrar todas mis vergüenzas ante algunos desconocidos de bata blanca. Eso sí, desconocidos ilustres, pero desconocidos al fin y al cabo. ¿Comprendes? El caso es que estoy hecha una piltrafa. Me falta el cartílago. O lo poco que de él queda es un tortuoso recorrido para suicidas que practiquen el “snob board”. Mi menisco ha quedado reducido al tamaño de una pequeña almendra. De los ligamentos, mejor no hablar. Durante años “este besugo” creía que yo tenía lianas como las que utiliza Tarzán en sus desplazamientos. ¡Ingenuo! Mi color interior, siempre de una saludable blancura, es hoy un perfecto hábito morado que para si quisieran los fervientes seguidores de Jesús el Nazareno. Claro que al menos ello me permitirá cumplir con dignidad las novenas que este energúmeno va a tener que dedicar a San Pitopato, para que la curación definitiva sea un éxito. Vamos lo dicho: una piltrafa. ¿Qué me ves como siempre? Gracias, gu…a…pa. Al grano, querida. Te aseguro que si de mi depende le voy a fastidiar tanto como él hace conmigo: en cuanto se descuide le aplico un pinchazo de no te menees”. Cara de resignación de la rodilla izquierda, por lo que a ella le pueda tocar cuando se produzca el gesto de dolor. La derecha a lo suyo. “Del exterior, mejor no hablar, ¿verdad? ¿Has observado ese color granate desvaído…? Sí. Gracias chica, eres una buena colega. Y… ¿qué tal se ve desde ahí? Mejor no comentarlo. Ya, claro. Bueno, la verdad es que a ti, desde aquí, tampoco se te ve mucho mejor. Vale, vale. Después de todo es muy probable que cuando menos te lo esperes, tú pases por este calvario. ¿Cómo? ¡Ah, no! De eso nada, guapa. De nada te va a servir esa gelatina de pollo que te están inyectando, por mucho que lo usen los de la nba. ¿A sí? ¿Me ves algo hinchada, eh? ¿No querrás decir con ello que estoy más gorda, verdad? ¿Acaso no sabes los efectos que provoca los medicamentos, rica? Pues te recuerdo que con tanta cresta de pollo es muy posible que te salgan espolones. ¡Je, je!”
Bien, lo crean o no, así transcurría aquella sorprendente conversación que, en vista de la deriva que iba tomando, decidí poner fin aplicando sendas bolsas de hielo. A la operada para que aquella hinchazón, que era cierta, se redujera. A la otra, para congelarle la palabra. No me parecía justo dejar a una de las dos en desventaja.
Un consejo: Háganme caso, por favor, y deténganse a escucharse de vez en cuando. Sobre todo cuando las partes de su cuerpo que les hablan sean el cerebro, a través de la intuición, y de manera especial a su corazón. Difícilmente estos les engañarán. Hasta pronto.
Felipe Cantos, escritor.
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