13 abril 2011

La imposible eternidad vs la ingenuidad de un niño.


Los minutos que rechazamos en su momento, la eternidad no los devuelve. Friedrich von Schiller.

Hace días, a sus recién cumplidos cinco años, el pequeño Christian me preguntaba ¿por qué morimos, papa? "¿Por qué no te quedas para siempre en esa, tú edad?"
Evidentemente con su lenguaje infantil venía a plantear por qué no podemos quedarnos en una determinada edad en la que poder disfrutar de los nuestros, aportando a los más jóvenes nuestra experiencia y cariño. En síntesis: equilibrio. "No lo entiendo", me repetía sin terminar de aceptar del todo las respuestas que acerté a darle.
Y tiene razón, si dejamos que en su infantil razonamiento sólo intervenga el lado humano, por lo general tan alejado del científico. Su imposible deseo, que albergaba, y supongo que alberga, la encomiable ilusión de mantenerse vivo eternamente junto a las personas que ama, es sumamente difícil de explicar a un niño de tan corta edad. Asimismo, como acabé por sentenciarle, ni tan siquiera es deseable que tal cosa fuera posible.
Las leyes de la naturaleza, las reglas de juego del universo son implacables, siendo preciso que unos muramos para que otros puedan iniciar su ciclo. Precisamente de esas muertes depende la vida, y viceversa. Es innegable que si existiera la eternidad, el hecho de nacer carecería de sentido. Sería una contradicción en si misma: si somos eternos, no precisaríamos nacer.
Si, además, la posibilidad de la vida eterna fuera posible, tal y como la concebimos en este estadio, acabaría por hacérsenos insoportable. Baste plantearlo, simplemente desde la perspectiva del espacio físico. ¿Imaginan el que precisaríamos para albergar a cuantos, desde la noche de los tiempos, han puesto el pie en este planeta? Excuso decirles lo que supondría la problemática de la alimentación.
Sé perfectamente que no son respuestas para un pequeño de cinco años. Pero al fin y a la postre, la curiosidad de un niño no deja de incentivar, sino poner al descubierto, las inquietudes que a todos nos embargan desde que tenemos su misma edad.
De manera que sin ser derrotistas, y tratando de extraer de nosotros mismos el más elemental de los pragmatismo, no podemos olvidar ciertas premisas.
Sin duda, a partir de una determinada edad y momento, aunque la situación sea razonablemente buena, se produce una inevitable rutina. El razonable conocimiento de la mayoría de las cosas de nuestro entorno más familiar y querido, sumado a un hartazgo que ciertos comportamientos de nuestros semejantes nos provocan desde que naciéramos, nos hace llegar a la conclusión de que estamos en condiciones de dar por buena y suficiente nuestra estancia en este mundo.
No pongo en duda que existe una cierta clase de personas que deseando la vida eterna serían capaces de cualquier cosa para conseguirla. Incluso sobreviviendo a todos sus semejantes generacionales, queridos o no.
Pero, créanlo, ellos son los equivocados. Pues aún en la mejor de las situaciones deseables, resulta difícil hacerse a la idea de vivir eternamente aferrados a una agobiante rutina, por buena que esta sea.
¿Imaginan lo que supondría hacerlo sin los seres más queridos, viéndoles desaparecer de nuestro lado, uno tras de otro, hasta el infinito?
Estoy realmente convencido de que ese, y no otro, es el infierno del que tanto nos han hablado desde pequeños.

Felipe Cantos, escritor.

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