Esta mañana, aún adormilado y con las neuronas todavía amotinadas en el interior de mi cavidad craneal, incapaz de coordinar pensamiento alguno que pudiera tener mayor coherencia que los imposibles caprichos y desvaríos de un nonato - cosa, en mi, por otro lado absolutamente normal desde que me conozco y para lo que preciso unos minutos de reactivación - decidí cumplir con la desagradable misión de todos los días de hacerle frente al espejo. No sé vosotros, pero a mi ese artilugio, inventado sin duda por el diablo para extraer lo peor de nosotros – sea por exceso o por defecto – es el enemigo público número uno del ser humano. No hay nada más malvado que como él, pretendiendo ser generoso, nos seduce con sus sutiles y sugerentes comentarios a nuestro favor para amparar el ego que todos llevamos dentro cuando nos encontramos “guapos”; ni tampoco hay nada más cruel que los silenciosos comentarios que de él se desprenden cuando nos muestra la parte menos vistosa de nuestra verdadera cara. Yo, en esas ocasiones, tengo la sensación de que en alguna parte de su brillante y lisa superficie se dibuja una mueca de morbosa ironía.
Sin embargo, la pelea de esta mañana con el malvado chisme, siempre dispuesto a estropearte el día, como parece ser su sacrosanta misión, sobrepasó todos los límites establecidos entre dos enemigos irreconciliables, pero, hasta hoy, respetuosos con el protocolo. Frente a él me encontré bostezando y tratando de limpiar a conciencia las horribles huellas dejadas por el reparador sueño: ojos pesados y algo legañosos; restos en la comisura de los labios de una digestión mal administrada; nariz congestionada por los excedentes de un catarro no terminado de resolver; cabello, el poco que queda naturalmente, descabalgado, ralo y tieso como escarpias incapaces de negociar un acuerdo de mínimos con el peine enemigo y, para colmo, alguna nueva arruga en la frente y los laterales que configuran la boca y que otorgaban un aspecto desconocido a ese rostro que se encontraba frente a mi, con clara vocación de cascanueces alemán, mirándome con la misma expresión de estupefacción que imagino yo le miraba.
Tuve que hacer un enorme esfuerzo por reconocer quién demonios se encontraba delante de mí impidiendo que me viera en la plateada superficie. ¡Aquella avejentada cara era la de una persona mayor! Incrédulo miré una y otra vez a mi alrededor tratando de encontrar la persona a la que pertenecía. Fue inútil. Allí, en mi cuarto de baño no había nadie más que yo. Os aseguro que por unos instantes me embargó el pánico. ¿Cómo demonios había llegado hasta allí aquel desconocido ser que, por otro lado, a diferencia de los vampiros que estando su cuerpo ellos no están en el espejo, de este no estaba su cuerpo pero si imagen? Nervioso, me moví de izquierda a derecha y viceversa, di dos o tres pasos en ambas direcciones, salté todo lo que pude tratando de superar aquella imagen y ver como la mía, o alguna parte de ella, aparecía detrás de la irreconocible figura que se hallaba ante mí, al otro lado del espejo.
Pero fue inútil, aquello, fuera quien fuera, o fuese lo que fuese, no sólo no desaparecía sino que me acompañaba en mis piruetas con tal precisión que me impidieron salir de detrás de ella. Cuando el pánico iba en aumento una dulcísima vocecita me obligó a detener mi bailoteo. “¿Qué haces, papi? Pareces Tarzán de los monos”, dijo con toda naturalidad. Era la pequeña Irina que, desde sus escasos cuatro palmos de altura, correspondiente cada uno de ellos a un año, me observaba, divertida, mirando hacia arriba. “Cariño”, le respondí. “Estoy tratando de encontrarme en el espejo, pero ese hombre feo de ahí se ha puesto delante y no puedo verme”. “Papi”, volvió a responder con su inigualable vocecita: ese señor eres tú. ¡Y no es feo!”, gritó como quien lanza una consigna llena de reivindicaciones. La levanté sin ninguna dificultad y abrazándola casi hasta ahogarla le di dos sonoros besos en cada una de sus mejillas para dejarla nuevamente en el suelo. “Gracias, papi, te quiero”, dijo mientras tal y como había aparecido volvía a esfumarse con esa maravillosa sonrisa de inocencia dibujada en su rostro. “Gracias a ti, mi vida, y yo más”, le respondí, mientras a duras penas pude ocultarle una pequeña y enternecedora lágrima.
Horas después, sereno, me reía de mi mismo ante lo sucedido. ¡Claro que la pequeña Irina tenía toda razón! Tampoco podía ser de otro modo. Tal vez, lo sucedido, me ayude a reconocerme con mayor atención todos los días. Tenemos la debilidad de observar en los demás aquellos rasgos de envejecimiento que no somos capaces de descubrir en nosotros mismos. Y aunque la salud te respete, como es mi caso hasta la fecha, ¡toco madera!, permitiéndome, gracias principalmente al deporte y a una actitud lo más juvenil posible, mantener una forma física ciertamente agradecida, llegando a sentir en mí un sorbo de esa fuente de la eterna juventud, creo que periódicamente hemos de frenar esos impulsos que en ocasiones nos hacen olvidar que los dieciocho años quedaron atrás hace mucho tiempo y, aprovechando la grandeza de este maravilloso momento, mirar en nuestro interior, en donde, sin duda, se encuentra lo más valioso de nosotros mismos, y en el reconocimiento positivo y cariñoso que de nosotros hacen quienes bien nos quieren.
Hasta la próxima, querido lector/a internauta.
Felipe Cantos, escritor.
Sin embargo, la pelea de esta mañana con el malvado chisme, siempre dispuesto a estropearte el día, como parece ser su sacrosanta misión, sobrepasó todos los límites establecidos entre dos enemigos irreconciliables, pero, hasta hoy, respetuosos con el protocolo. Frente a él me encontré bostezando y tratando de limpiar a conciencia las horribles huellas dejadas por el reparador sueño: ojos pesados y algo legañosos; restos en la comisura de los labios de una digestión mal administrada; nariz congestionada por los excedentes de un catarro no terminado de resolver; cabello, el poco que queda naturalmente, descabalgado, ralo y tieso como escarpias incapaces de negociar un acuerdo de mínimos con el peine enemigo y, para colmo, alguna nueva arruga en la frente y los laterales que configuran la boca y que otorgaban un aspecto desconocido a ese rostro que se encontraba frente a mi, con clara vocación de cascanueces alemán, mirándome con la misma expresión de estupefacción que imagino yo le miraba.
Tuve que hacer un enorme esfuerzo por reconocer quién demonios se encontraba delante de mí impidiendo que me viera en la plateada superficie. ¡Aquella avejentada cara era la de una persona mayor! Incrédulo miré una y otra vez a mi alrededor tratando de encontrar la persona a la que pertenecía. Fue inútil. Allí, en mi cuarto de baño no había nadie más que yo. Os aseguro que por unos instantes me embargó el pánico. ¿Cómo demonios había llegado hasta allí aquel desconocido ser que, por otro lado, a diferencia de los vampiros que estando su cuerpo ellos no están en el espejo, de este no estaba su cuerpo pero si imagen? Nervioso, me moví de izquierda a derecha y viceversa, di dos o tres pasos en ambas direcciones, salté todo lo que pude tratando de superar aquella imagen y ver como la mía, o alguna parte de ella, aparecía detrás de la irreconocible figura que se hallaba ante mí, al otro lado del espejo.
Pero fue inútil, aquello, fuera quien fuera, o fuese lo que fuese, no sólo no desaparecía sino que me acompañaba en mis piruetas con tal precisión que me impidieron salir de detrás de ella. Cuando el pánico iba en aumento una dulcísima vocecita me obligó a detener mi bailoteo. “¿Qué haces, papi? Pareces Tarzán de los monos”, dijo con toda naturalidad. Era la pequeña Irina que, desde sus escasos cuatro palmos de altura, correspondiente cada uno de ellos a un año, me observaba, divertida, mirando hacia arriba. “Cariño”, le respondí. “Estoy tratando de encontrarme en el espejo, pero ese hombre feo de ahí se ha puesto delante y no puedo verme”. “Papi”, volvió a responder con su inigualable vocecita: ese señor eres tú. ¡Y no es feo!”, gritó como quien lanza una consigna llena de reivindicaciones. La levanté sin ninguna dificultad y abrazándola casi hasta ahogarla le di dos sonoros besos en cada una de sus mejillas para dejarla nuevamente en el suelo. “Gracias, papi, te quiero”, dijo mientras tal y como había aparecido volvía a esfumarse con esa maravillosa sonrisa de inocencia dibujada en su rostro. “Gracias a ti, mi vida, y yo más”, le respondí, mientras a duras penas pude ocultarle una pequeña y enternecedora lágrima.
Horas después, sereno, me reía de mi mismo ante lo sucedido. ¡Claro que la pequeña Irina tenía toda razón! Tampoco podía ser de otro modo. Tal vez, lo sucedido, me ayude a reconocerme con mayor atención todos los días. Tenemos la debilidad de observar en los demás aquellos rasgos de envejecimiento que no somos capaces de descubrir en nosotros mismos. Y aunque la salud te respete, como es mi caso hasta la fecha, ¡toco madera!, permitiéndome, gracias principalmente al deporte y a una actitud lo más juvenil posible, mantener una forma física ciertamente agradecida, llegando a sentir en mí un sorbo de esa fuente de la eterna juventud, creo que periódicamente hemos de frenar esos impulsos que en ocasiones nos hacen olvidar que los dieciocho años quedaron atrás hace mucho tiempo y, aprovechando la grandeza de este maravilloso momento, mirar en nuestro interior, en donde, sin duda, se encuentra lo más valioso de nosotros mismos, y en el reconocimiento positivo y cariñoso que de nosotros hacen quienes bien nos quieren.
Hasta la próxima, querido lector/a internauta.
Felipe Cantos, escritor.
1 comentario:
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