Dios es el único ser que, para reinar, no tiene siquiera necesidad de existir. Charles Baudelaire.
Asumido que lo más fácil, como buen creyente, es darse por satisfecho con la sola invocación de cualquiera de los diferentes nombres que le son atribuidos, según las múltiples culturas. Generalmente en espera, a veces eternamente y, casi siempre inútilmente, de que venga en nuestro auxilio y nos conceda esa gracia que nos sacará de la dificultad en la que nos hallamos. Sin embargo, admitamos que nos resulta muy difícil la generalización y el poder definir lo que representa para cada ser humano la existencia de un “dios”, tratar de ubicarle en nuestro mundo y, desde luego, acercarle a nuestra vida.
Lo primero, es reflexionar sobre lo que cada uno de nosotros entiende por “dios”. Lo segundo que se hace necesario es llegar a la conclusión definitiva de si creemos, o no, en su existencia. Lo tercero, tanto en un caso como en el otro, es aportar las razones que nos conducen a tales conclusiones. Y pese a que, siempre, en los malos momentos invocamos, e invocaremos su nombre, por lo general más como una inercia cultural que como una creencia asumida, es evidente que no todos lo entendemos del mismo modo, ni lo percibimos de la misma manera.
A partir de los dos principales enfoques desde los que nos atrevemos a analizarlo – el religioso y el científico, que juntos conforman el teológico - y afectado cada uno de nosotros por múltiples y variadas circunstancias, es indudablemente que estaremos percibiendo, y necesitando, un “dios” a nuestra medida. Bien sea por los beneficios que, ingenuamente, esperamos obtener o, todo lo contrario, como una justificación de nuestros propios fracasos. Es más, en demasiadas ocasiones preferimos que así sea. De ese modo nos permitirá cargar sobre “Él” la culpa de todas nuestras desgracias.
Agnósticos, apoyados principalmente en la ciencia, y ateos, haciéndolo sobre las creencias religiosas, han cuestionado la existencia de ese “Ser” supremo responsable de la creación del universo y de cuanto en él sucede. Y si bien es cierto que escuchándoles y leyéndoles es difícil no dejarse seducir por sus reflexiones, no es menos cierto que en la propia negación del “ser” se encuentra la clave de su existencia. En mi opinión, ambas posiciones, las de los creyentes y las de los, ya mencionados, agnósticos y ateos, no son divergentes, sino, más bien, convergentes. Todas ellas conducen finalmente al mismo lugar, al mismo “ser”. La diferencia se fundamenta principalmente, como antes enunciaba, en la posición de la que se parta. Para el creyente, Dios es todo, esta en todo y lo controla todo. Para el no creyente su “dios” es el universo en pleno. Luego, igualmente, todo.
Sin embargo, para los primeros, es posible dirigirse a Dios y hacer que te escuche. Por lo que siempre cabrá la posibilidad de “solicitarle” algo y tener - Él, no nosotros - un cierto control de lo que nos acontece. Por el contrario, para los segundos - entre los que me encuentro - el universo, nuestro “dios”, es incontrolable. O dicho de otro modo, incontrolable por nosotros, pero no por las leyes que lo rigen. De manera que si bien es difícil predecir, por el hombre, cual será el futuro, este, mal que nos pese, esta inexorablemente escrito. Nada de lo que haga o prevea el ser humano cambiará el curso de las cosas. Nada de cuanto sucede en el universo es casual. Se rige por la ley de la balanza, para que se asegure el equilibrio de este. De modo que ahí se encuentra la singularidad y, como antes decía, la coincidencia de ambas, creencias y no creencias. En tanto que el Dios de los creyentes puede escucharte, pero hará lo que crea oportuno y conseguirás, o no, por lo general lo segundo, lo solicitado; al “dios” de los agnósticos será inútil dirigirse ya que, rigiéndose por sus propias reglas, sucederá lo que tenga que suceder. Pero el resultado será, exactamente, el mismo. Nos encontraremos en manos de eso que llamamos destino y del que, pese a creernos que está controlado, no lo controlamos.
Y es que aunque pretendamos ser otra cosa, no somos más que, como el propio universo, energía en potencia en constante movimiento y transformación y formamos parte de él, del mismo modo que los creyentes dicen formar parte de Dios y estar hechos a su imagen y semejanza.
Por esa razón soy un ferviente creyente de la reencarnación. Por supuesto en el devenir de un tiempo indefinible, y siempre sustentado en la reflexión científica que, aunque por distintos caminos, acaba por llevarnos al mismo final que la religiosa. Me refiero, naturalmente, a la reencarnación de eso que llamamos “alma”, sin necesidad de arrastrar por esos caminos de “dios” nuestros denostados y arruinados cuerpos, que se habrán convertido en materia para otros nuevos usos. Ese “alma” que, al decir de los que más severos agnósticos, no es más que una pequeña pero extraordinaria concentración de energía de la misma que controla y domina el universo. Pero ese es otra cuestión merecedora de una reflexión más profunda e independiente, que ahora desbordaría los límites de esta pequeña columna.
Lo cierto es que la necesidad de unas creencias a las que aferrarse, incluso para los no creyentes, han sido reconocidas por los más autorizados pensadores a lo largo de la historia de la humanidad. Recientemente el filósofo norteamericano, Dennett, y el biólogo británico, Wolpert, ambos por distintos caminos, el de la reflexión y el de la ciencia, han llegado a la misma conclusión: Dios es un producto inevitable de la evolución humana.
Así, mientras el primero nos dice: “el hombre necesita saber el por qué de las cosas, y al no hallar respuestas se inventa las creencias”. El segundo sostiene: “El cerebro humano ha evolucionado hasta convertirse en una máquina de creencias, habidas por encontrar una explicación causal de todo cuanto sucede a nuestro alrededor”.
Por ello, desde la humilde perspectiva de un pensador preocupado por cuanto acontece en el devenir diario y, como todos, desbordado por las contradicciones, he de admitir que no es fácil caer en la tentación, aún definiéndome agnóstico, de rechazar de plano la existencia de un ser, de un ente, supremo que, al unísono con nuestras conciencias y “aprovechándose” de nuestras sensibilidades, condicione toda nuestra existencia.
Tratado de acabar esta columna con una nota de ironía, para reducir su presunta trascendencia, les diré que, pese a todo, a mí me resulta muy difícil aceptar que el hombre haya sido capaz de crear, por sí sólo, las inigualables composiciones musicales que se desprenden de, por ejemplo, “Las cuatro estaciones, de Vivaldi”, “El amor brujo, de Manuel de Falla”, las intimistas melodías azerbaijanas interpretadas al Balaban, o el inigualable Poema sinfónico nº 2 de “Mi patria”, comprendido en “El Moldava”. Sin duda que para conseguir conmover de tal manera es imprescindible algo muy cercano a la “suprema inspiración divina”.
Felipe Cantos, escritor.
Asumido que lo más fácil, como buen creyente, es darse por satisfecho con la sola invocación de cualquiera de los diferentes nombres que le son atribuidos, según las múltiples culturas. Generalmente en espera, a veces eternamente y, casi siempre inútilmente, de que venga en nuestro auxilio y nos conceda esa gracia que nos sacará de la dificultad en la que nos hallamos. Sin embargo, admitamos que nos resulta muy difícil la generalización y el poder definir lo que representa para cada ser humano la existencia de un “dios”, tratar de ubicarle en nuestro mundo y, desde luego, acercarle a nuestra vida.
Lo primero, es reflexionar sobre lo que cada uno de nosotros entiende por “dios”. Lo segundo que se hace necesario es llegar a la conclusión definitiva de si creemos, o no, en su existencia. Lo tercero, tanto en un caso como en el otro, es aportar las razones que nos conducen a tales conclusiones. Y pese a que, siempre, en los malos momentos invocamos, e invocaremos su nombre, por lo general más como una inercia cultural que como una creencia asumida, es evidente que no todos lo entendemos del mismo modo, ni lo percibimos de la misma manera.
A partir de los dos principales enfoques desde los que nos atrevemos a analizarlo – el religioso y el científico, que juntos conforman el teológico - y afectado cada uno de nosotros por múltiples y variadas circunstancias, es indudablemente que estaremos percibiendo, y necesitando, un “dios” a nuestra medida. Bien sea por los beneficios que, ingenuamente, esperamos obtener o, todo lo contrario, como una justificación de nuestros propios fracasos. Es más, en demasiadas ocasiones preferimos que así sea. De ese modo nos permitirá cargar sobre “Él” la culpa de todas nuestras desgracias.
Agnósticos, apoyados principalmente en la ciencia, y ateos, haciéndolo sobre las creencias religiosas, han cuestionado la existencia de ese “Ser” supremo responsable de la creación del universo y de cuanto en él sucede. Y si bien es cierto que escuchándoles y leyéndoles es difícil no dejarse seducir por sus reflexiones, no es menos cierto que en la propia negación del “ser” se encuentra la clave de su existencia. En mi opinión, ambas posiciones, las de los creyentes y las de los, ya mencionados, agnósticos y ateos, no son divergentes, sino, más bien, convergentes. Todas ellas conducen finalmente al mismo lugar, al mismo “ser”. La diferencia se fundamenta principalmente, como antes enunciaba, en la posición de la que se parta. Para el creyente, Dios es todo, esta en todo y lo controla todo. Para el no creyente su “dios” es el universo en pleno. Luego, igualmente, todo.
Sin embargo, para los primeros, es posible dirigirse a Dios y hacer que te escuche. Por lo que siempre cabrá la posibilidad de “solicitarle” algo y tener - Él, no nosotros - un cierto control de lo que nos acontece. Por el contrario, para los segundos - entre los que me encuentro - el universo, nuestro “dios”, es incontrolable. O dicho de otro modo, incontrolable por nosotros, pero no por las leyes que lo rigen. De manera que si bien es difícil predecir, por el hombre, cual será el futuro, este, mal que nos pese, esta inexorablemente escrito. Nada de lo que haga o prevea el ser humano cambiará el curso de las cosas. Nada de cuanto sucede en el universo es casual. Se rige por la ley de la balanza, para que se asegure el equilibrio de este. De modo que ahí se encuentra la singularidad y, como antes decía, la coincidencia de ambas, creencias y no creencias. En tanto que el Dios de los creyentes puede escucharte, pero hará lo que crea oportuno y conseguirás, o no, por lo general lo segundo, lo solicitado; al “dios” de los agnósticos será inútil dirigirse ya que, rigiéndose por sus propias reglas, sucederá lo que tenga que suceder. Pero el resultado será, exactamente, el mismo. Nos encontraremos en manos de eso que llamamos destino y del que, pese a creernos que está controlado, no lo controlamos.
Y es que aunque pretendamos ser otra cosa, no somos más que, como el propio universo, energía en potencia en constante movimiento y transformación y formamos parte de él, del mismo modo que los creyentes dicen formar parte de Dios y estar hechos a su imagen y semejanza.
Por esa razón soy un ferviente creyente de la reencarnación. Por supuesto en el devenir de un tiempo indefinible, y siempre sustentado en la reflexión científica que, aunque por distintos caminos, acaba por llevarnos al mismo final que la religiosa. Me refiero, naturalmente, a la reencarnación de eso que llamamos “alma”, sin necesidad de arrastrar por esos caminos de “dios” nuestros denostados y arruinados cuerpos, que se habrán convertido en materia para otros nuevos usos. Ese “alma” que, al decir de los que más severos agnósticos, no es más que una pequeña pero extraordinaria concentración de energía de la misma que controla y domina el universo. Pero ese es otra cuestión merecedora de una reflexión más profunda e independiente, que ahora desbordaría los límites de esta pequeña columna.
Lo cierto es que la necesidad de unas creencias a las que aferrarse, incluso para los no creyentes, han sido reconocidas por los más autorizados pensadores a lo largo de la historia de la humanidad. Recientemente el filósofo norteamericano, Dennett, y el biólogo británico, Wolpert, ambos por distintos caminos, el de la reflexión y el de la ciencia, han llegado a la misma conclusión: Dios es un producto inevitable de la evolución humana.
Así, mientras el primero nos dice: “el hombre necesita saber el por qué de las cosas, y al no hallar respuestas se inventa las creencias”. El segundo sostiene: “El cerebro humano ha evolucionado hasta convertirse en una máquina de creencias, habidas por encontrar una explicación causal de todo cuanto sucede a nuestro alrededor”.
Por ello, desde la humilde perspectiva de un pensador preocupado por cuanto acontece en el devenir diario y, como todos, desbordado por las contradicciones, he de admitir que no es fácil caer en la tentación, aún definiéndome agnóstico, de rechazar de plano la existencia de un ser, de un ente, supremo que, al unísono con nuestras conciencias y “aprovechándose” de nuestras sensibilidades, condicione toda nuestra existencia.
Tratado de acabar esta columna con una nota de ironía, para reducir su presunta trascendencia, les diré que, pese a todo, a mí me resulta muy difícil aceptar que el hombre haya sido capaz de crear, por sí sólo, las inigualables composiciones musicales que se desprenden de, por ejemplo, “Las cuatro estaciones, de Vivaldi”, “El amor brujo, de Manuel de Falla”, las intimistas melodías azerbaijanas interpretadas al Balaban, o el inigualable Poema sinfónico nº 2 de “Mi patria”, comprendido en “El Moldava”. Sin duda que para conseguir conmover de tal manera es imprescindible algo muy cercano a la “suprema inspiración divina”.
Felipe Cantos, escritor.
1 comentario:
las personas de hoy en dìa dicen creer o no creer en dios, como si dios fuera un ente bueno (para el creyente) o un ente que amenaza con el control u otros medios que la religiòn o las religiones nos dantoman para el pueblo (para el no creyente), esto en el contexto del estado de mèxico, que es donde habito y donde he visto estos dos puntos de vista.
yo pretendo ser un agnòstico que dice que dios si existe, pero no como el ser divino del que todos piensan, si no como esa idea de dios por esa necesidad de darle la responsabilidad a una "cosa" no material, no fìsica, de los actos de los cuales nosotros sonmos responsables.
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